“Hermanos de sangre”, un cuento de nuestra colaboradora Silvia Llanto

Hermanos de sangre

Clara Beltrán tomaba el café con agudas punzadas en las tripas, el dolor no era un capricho de su imaginación, el dolor había sido su alimento desde niña y ahora mientras tomaba el café y leía el periódico trataba de entender por qué hizo lo que hizo. Él la miraba desde la primera plana del diario acusándola como cuando eran niños de decapitar las muñecas llenas de tierra que sacaba del jardín, riéndose de los azotes que le caían por “hacer esas cosas tan feas”, por su  culpa a ojos de todos fue una asesina de muñecas sin ningún derecho a reclamar cariño, por su culpa fue la única  merecedora de los castigos paternos y él se convirtió en su carcelero más feroz.

En todos esos años, algo dentro de sí se había perdido irremediablemente, no podía precisar qué, pero sin duda no era la misma niña mendigante de amor que un día ambicionó ser como él. Recordaba perfectamente el hechizo que su hermano ejercía sobre las personas: ¡qué preciosidad! ¡qué niño más guapo! Exclamaban las tías comiéndolo a besos e ignorando soberanamente la presencia de la hermana mayor como si por encanto ella se volviera invisible. Para cuando se percataban de su existencia, volteaban a mirarla y con voz desganada decían:¡qué mona! Así mismo se sentía desde que su hermano llegó a casa: una mona peluda y negra enjaulada entre cuatro paredes junto a Mr. Universo que fue como terminó llamándolo.

Mr. Universo  fue dotado con todas las gracias de la naturaleza, para satisfacción de su padre que veía así cumplidos sus sueños de tener un varón que perpetuara el apellido familiar hasta el fin de los tiempos. Una mona como ella no tenía ninguna opción frente a tan magnífico ejemplar. Mr. Universo era como una estrella, le bastaba entrar a una habitación para que todo girara alrededor suyo, dejándole a ella una nada oscura como un agujero. Por eso decidió odiarlo hasta la muerte y deseó con todas las fuerzas de su corazón de niña mona que muriera, no le importaba cómo. Con el tiempo esos deseos se le atemperaron dejando espacio a un callado rencor  pero ahora que lo veía en la portada del diario, tenía claro que su hermano no tenía cara de asesino: esos enormes lagos azules imperturbables como un mar sin olas antes del fin del mundo no mostraban ningún vestigio de maldad y podían engañar a cualquiera, incluso a sus padres, porque el hijo menor de los Beltrán era un animal, una bestia con cara de ángel, un error de Dios como decían todos en el pueblo.

“Son muchos los errores de Dios” pensaba Clara, mientras leía los escabrosos detalles de los crímenes. “El mal no tiene rostro, ni color, ni siquiera apesta”- se decía así misma-  porque puede oler tan bien como las camisas recién planchadas que quedaron en el cuarto de su hermano, el día que salió esposado de la casa familiar. En su memoria estaba fresco el recuerdo de esa mañana: su hermano se miraba en el espejo del salón como hacía siempre antes de salir a la calle, buscaba alguna imperfección en el rostro, en la camisa de seda que ella había lavado el día anterior. Las camisas de seda eran sus favoritas, él deslizaba la yema de los dedos por la superficie como si se acariciara así mismo, olvidándose en ese acto mínimo del tiempo y del mundo. Ese día, a ella el tiempo se le hizo eterno. Mientras esperaba la llegada de la policía el corazón le latía desbocado anhelante de venganza, pero para cuando desenterraron los cadáveres de las ex de su hermano la carcomía el remordimiento. No pudo hacer nada por ellas. Los cuerpos estaban irreconocibles, rodeados de ese olor a tierra, vegetación y podredumbre  que amó desde su niñez de niña mona. Ese paraíso salvaje donde alguna vez retozó como un perro olvidado yacía destruido ante sus ojos como un viejo cementerio.

 “Eran como ella, es decir feas” Aunque todas lo parecían a su lado. No es fácil vivir con la perfección al lado, ser como un satélite orbitando un planeta frío es una desgracia. Ella prefería ignorar todo aunque le dieran pena: se encerraba en su cuarto y salía al día siguiente como quién sale de una alucinación. “Eran tan feas como ella” esa afirmación figuraba en el atestado policial que incriminaba a su hermano: “las llevaba a casa y las envenenaba…acto seguido procedía a dar rienda suelta a sus pervertidos hábitos”. Conocía bien esos hábitos, la razón de sus apetencias más escondidas mezclándose con su sangre de hermana. Nunca había opuesto resistencia y de alguna forma u otra ella también se sentía culpable.

Todo había terminado. Pensó en esa casa, en las habitaciones vacías inmersas en la oscuridad, en la lenta erupción de la culpa, en esas mujeres pidiendo ayuda antes de caer muertas. Las compadecía tanto como ella se compadecía así misma. Casi no las recordaba aunque cada noche despertaba invadida por sus lamentos. Ahora el dolor la envolvía a ella  como un sudario  mientras veía los ojos de su hermano en la portada: no tenía ninguna pena por él. Un día debía pasar, tenían la misma sangre, bastaba con ser capaz de una traición. Se sorprendió de la serenidad con la que llamó a la comisaría como si su cuerpo se hubiera separado de su mente, estaba tan tranquila como cuando veía caer la lluvia, caer y caer miles de gotas de lluvia interminablemente. Había esperado muchos años para hacer lo que hizo. Esas mujeres no se habían salvado y no tendría que ser diferente con ella. La vista se le fue nublando, la taza de café fue perdiendo  forma, también la imagen de su hermano se disolvía como cuando una estrella se apaga y ella seguía el destino inevitable de todos los satélites. No tenía miedo, sencillamente estaba agotada y aunque estaba casi ciega aún lo veía danzando en su interior tentándola al crimen.
 
Silvia Llanto Cadenas
Mataró Octubre 2013